viernes, 26 de diciembre de 2014

La medicina a la luz de la encarnación

Autor: Cardenal Darío Castrillón Hoyos | Fuente: Cardenal Darío Castrillón Hoyos
 
Es un momento históricamente muy significativo en el que nuestra mente y nuestro corazón buscan penetrar el misterio de la encarnación del Verbo, una verdad de fe que todavía nos parece difícil de aceptar con nuestra pobre inteligencia humana.

En el misterio de la Encarnación de Cristo se unen los dos elementos, lo investigable y lo ininvestigable, la ciencia y el misterio.Tenemos que hacer violencia a nuestra mente para descubrir en el misterio del desarrollo de un embrión humano al Verbo de Dios que se hace hombre.

Apenas hoy, 2000 años después del nacimiento de Cristo, estamos en condiciones de describir todas las etapas del proceso del desarrollo del embrión, pero seguimos echando mano de la fe para comprender que el Dios que da la vida, el Creador, el Señor de todas las cosas, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo de la misma naturaleza del Padre(1),estuvo presente en todas y cada una de las fases del desarrollo embrionario. Ese y sólo ese es el significado profundo de la frase evangélica: "El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros".(2)

Hace dos mil años, un óvulo fue fecundado prodigiosamente por la acción sobrenatural de Dios.

¡Qué hermosa expresión: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios"!.(3) Así, de esa maravillosa unión, resultó un zigoto con una dotación cromosómica propia. Pero en ese zigoto estaba el Verbo de Dios. En ese zigoto se encontraba la salvación de los hombres.

Unos siete días después, se produjo el adosamiento del blastocito en la mucosa del endometrio y Dios se redujo a la nada que es un embrión humano. Pero ese embrión era el Hijo de Dios y en Él estaba la salvación de los hombres.

Ese huevo alecítico se fue desarrollando paulatinamente y, a medida que progresaba la segmentación del huevo, iniciaron su diferenciación y crecimiento los esbozos de tejidos, órganos y aparatos embrionarios. Y ese huevo alecítico era el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, y en Él estaba la salvación de los hombres, de todos los hombres, de cada ser humano(4).

Y, todavía en el primer mes del embarazo, cuando el feto medía ya de 0,8 a 1,5 centímetros, el corazón de Dios comenzó a latir con la fuerza del corazón de María, y comenzó a utilizar el cordón umbilical para alimentarse de su Madre, la Virgen Inmaculada.

El Verbo de Dios era absolutamente dependiente de un ser humano, pero poseía una total autonomía genética.

Todavía tendrían que trascurrir nueve meses en los que el Verbo de Dios flotó en el líquido amniótico, dentro de la placenta que le protegía del frío y del calor y le daba alimento y oxígeno, antes de nacer en Belén y ver el primer rostro humano, seguramente el de su Madre, con unos ojos recién abiertos.

Así fue como Jesucristo, llegó a ser el primogénito de toda criatura(5), el nuevo Adán de la nueva creación.

El Hijo de Dios redimió la creación desde la obra más maravillosa de ella, el ser humano. La redención del hombre comenzó desde un estado embrionario. Por eso, el médico católico debe pasar por esta lente para comprender su misión: el Hijo de Dios fue un zigoto, un embrión y un feto, antes de juguetear por las calles de Nazaret, predicar en las orillas del mar de Galilea, o morir crucificado en las afueras de Jerusalén. El Hijo de Dios asumió completamente y, sin rebajas, la vocación de ser hombre.

Medicina y creación

La ciencia en el siglo XX ha cumplido grandes adelantos. Ha logrado individuar prácticamente todo el código genético humano, ha roto el misterio del origen de la vida y ha penetrado profundamente en el proceso de la concepción. Sin embargo, tiene todavía una asignatura pendiente: el estudio del hombre en cuanto hombre, en toda su hondura.

No el hombre como biología, ni el hombre como psicología, sino la esencia humana, el hombre en su profundidad: sus ideales, sus miedos más inconfesables, sus motivaciones, sus preguntas y sus respuestas, sus convicciones, su afectividad, su capacidad de superación, sus decepciones, su amor y su dolor.

Se puede decir que la ciencia se queda a las puertas del espíritu humano como ante un campo extraño en el que es imposible penetrar.

Pero hay una persuasión en el científico que se acerca con honradez al estudio del hombre: no todo termina en la genética, ni en la psicología, ni en la psiquiatría. Hay un espíritu que supera biología, física, química y matemáticas, que llama la atención, el mismo espíritu que hace posible toda investigación.

El hombre es una unidad psicosomática, soma y psique. Desde el estado embrionario encierra un misterio y una dignidad especial, la del ser espiritual. Y la medicina no se puede olvidar de esto.

Hoy, cuando vemos a seres humanos vivos usados como material de laboratorio o desechados en la forma de embriones congelados, cuando vemos a enfermos terminales aislados en salas equipadas con los últimos adelantos de la técnica, pero abandonados del afecto y la cercanía de los suyos, viene a la mente una pregunta: ¿no se está olvidando la ciencia de lo más profundo del hombre y no está simplemente despreciando aquello que se escapa de su campo de estudio?

El misterio del hombre es el misterio de un ser que es ciudadano de dos mundos.

¿Animal? sí. ¿Biológico? sí. Pero dotado de un espíritu inasible, insondable. Hijo de Dios, hermano de Jesucristo. Un ser que es social por naturaleza y que necesita de la presencia humana de los suyos para no sentirse extraño en su medio ambiente. Criatura imperfecta que sufre el dolor, pero criatura redimida por Cristo.

Las Unidades de Cuidados Intensivos donde tantos pacientes se debaten entre la vida y la muerte, han sido ocupadas por la técnica, y sea bienvenida, dejando fuera la presencia confortadora de la familia o el solícito apoyo espiritual del sacerdote. La técnica parece haber vencido sobre las consideraciones espirituales del ser humano, cuando realmente es necesaria la complementariedad: ¿técnica? sí; pero sin olvidar esa dimensión íntima del espíritu humano que se sigue escapando de las manos de la ciencia médica: "Sabed que el ser humano sobrepasa infinitamente al ser humano".(6) ¡Qué trágico ha de ser para un pediatra ver que de sus manos expertas, se escapa la vida del hijo!.

Frecuentemente da la impresión de que en el enfermo no se ve a una persona humana, sino a un individuo biológico; algo muy explicable dada la tecnificación del tratamiento médico, pero algo que no responde a la naturaleza humana del enfermo, persona que sufre, porque "el enfermo quiere sentir que la enfermedad es comprendida como un acontecimiento vital, y la sanación como un acto que ayuda a la vida, no como la mera reparación del defecto de una máquina. Pero a su vez, esto resulta imposible sin una determinada actitud ética, es decir, sin el profundo respeto a la vida y sin la correspondiente simpatía hacia ella. Acentuar todo esto no es sentimentalismo, antes al contrario, pertenece a la esencia de la actitud sanitaria".(7)

El hombre debe ejercer el dominio de la creación que Dios le ha encomendado,8 pero el dominio de la creación comienza por el dominio de sí mismo. El médico es seguramente alguien que vive con más claridad esta lucha por dominar la creación en la esfera de la vida y ponerla al servicio del hombre. Desde la investigación o las curas, él está luchando por captar en su profundidad los comportamientos de la naturaleza y orientarlos hacia el bien del ser humano, hacia la conservación de la vida. Pero no debe olvidar que esto lo debe hacer a partir de sí mismo, de las moléculas de su propio ser, desde sus propios dolores y ansiedades, desde sus temores y sus deseos de amar y ser amado, desde su vida y, sobre todo, desde su espíritu. El médico ve en sí mismo al hombre que atiende, experimenta en sí mismo lo que experimentan sus enfermos, y de ahí debe nacer una compasión y una cercanía humana muy especial con el que sufre, con el que recurre a él.

La medicina a la luz del misterio del dolor

Esta reflexión nos introduce en un misterio más al que se enfrenta la medicina en este fin de siglo: el misterio del dolor. El hombre de este siglo XXI está enemistado con el dolor. Lo quiere erradicar a toda costa de su vida, pero ha comenzado a darse cuenta de que es imposible. El hedonismo nos ha llevado a buscar la salud perfecta, la eterna juventud, la plenitud de fuerzas prolongada el mayor tiempo posible. Y en medio de ese proyecto, la aparición de la enfermedad, del dolor, de la desolación, se convierte en algo amargo, inaceptable.

¿Dónde queda esa pretensión de perfección cuando el ser humano se encuentra ante enfermedades todavía incurables, como el SIDA? ¿Dónde queda la técnica cuando no tenemos a mano la píldora del remedio inmediato? ¿Dónde se sitúa la ciencia ante la ineludible realidad de la muerte? ¿Por qué el genio humano no ha podido todavía arrojar de su vida el lastre de la cruz?

La vida humana está llena de cruces que no nos podemos sacudir, miles de cruces que nos tocan de lejos o de cerca. Hay muchos dolores humanos que no encuentran remedio médico. Ante este problema, ¿qué actitud se puede tomar? ¿la del masoquista que se complace en el dolor? No, la del ser humano redimido por Cristo que ve en el dolor un camino de amor, la de Cristo ante la cruz.

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